16.12.09

Geraldine Fitzgerald, la estrella que pudo ser

Siempre me ha llamado la atención el caso de algunas actrices del cine clásico que parecían sobradas de belleza y talento y tenerlo todo de cara para alcanzar el estrellato, pero no llegaron, por unos motivos u otros, a lograrlo.

Entre ellas está el caso de Geraldine Fitzgerald, actriz de magnética belleza y notable talento dramático, cuyo esplendor tuvo lugar a caballo entre los años treinta y los cuarenta, pero cuyos problemas con la industria dieron al traste con su carrera, en el momento en que parecía llamada a disputarle el trono a estrellas como Bette Davis, Joan Crawford o Barbara Stanwyck.

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Nacida en Greystones, County Wicklow (Dublín) el 24 de noviembre de 1913.
Su precoz temperamento artístico y la influencia de su tía Shelah Richards, también actriz, la llevó a debutar, aún adolescente, en los teatros de su país.
Su debut cinematográfico tiene lugar con el olvidable drama Open all night, en 1934.
En sus inicios trabajó en el cine británico, siendo el film más popular de ese periodo The Mill on the Floss (1937).

En 1938 se traslada a Nueva York, a petición nada menos que de Orson Welles, para enrolarse en su compañía, la Mercury Theather.
Desde entonces estaría ligada al teatro; el cine jamás la apartaría por completo de las tablas de Broadway, a las que regresaría una y otra vez.

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Firma contrato con el productor Hal B.Wallis, para Warner Brothers.

El año 1939 presencia una de las cimas de su carrera, con su interpretación del personaje de Isabella en la legendaria Cumbres borrascosas, de William Wyler. Rozó el Oscar a la mejor actriz de reparto, para el que estuvo nominada.

En el mismo año entregaba otro alarde de potencia en la magnífica Amarga victoria, de Edmund Goulding, al lado de Bette Davis y Humphrey Bogart.

En la década de los años cuarenta, la carrera de Fitzgerald se vio lamentablemente marcada por sus turbulentas relaciones con la compañía Warner Bros., que la tenía bajo contrato. Geraldine Fitzgerald no era una estrella, pero era una actriz profesional y orgullosa, y se negó a aceptar papeles que consideraba indignos e irrelevantes, lo que provocó que el estudio la arrinconase.

Rechazó papeles como la protagonista de El halcón maltés, por sus desavenencias con Jack Warner.

Se nacionaliza estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial.

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Pese a todo, el cine de los años cuarenta disfrutó de ella en películas como Viaje sin retorno, de nuevo a las órdenes de Edmund Goulding, o la asfixiante Pesadilla, de Robert Siodmak, en la que mantenía una tórrida atracción incestuosa hacia George Sanders.

Tras trabajar en Nobdy lives forever y Three strangers, a las órdenes de Negulesco, abandonará Hollywood para establecerse en Nueva York y casarse con su segundo marido, Stuart Scheftel

Fitzgerald sólo rodaría dos películas entre los años 1948 y 1961, pero participaría en innumerables producciones televisivas y decenas de montajes teatrales.

En el año 1965 entrega otro fogonazo interpretativo en su regreso a la gran pantalla en la magistral El prestamista, de Sydney Lumet, donde lucha con Rod Steiger en un memorable pulso actoral.
Tras ello, Paul Newman la reclamaría en 1968 para participar en su primera película como director, la inolvidable Rachel, Rachel.

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Pero 1971 se convertía en otro año de referencia en su carrera, con el regreso a Broadway para interpretar el personaje de Mary Tyrone en la obra de Eugene O'Neill Larga jornada del día hacia la noche.

Nominada como mejor actriz en los premios del Australian Film Institute, por Mango Tree (1977).
El controvertido Marco Ferreri acogería a Fitzgerald en el cine italiano en 1978, para entregarle su último gran personaje, la Mrs. Toland de Adiós al macho.
Sus últimas apariciones en el cine son en Arthur, el soltero de oro, y en su continuación, Arthur 2.

Su primer matrimonio con Edward Lindsay-Hogg terminó en divorcio, y después se casó con el empresario Stuart Scheftel, fallecido en 1994. A Fitzgerald la sobreviven su hijo, el director Michael Lindsay-Hogg, y su hija Susan Scheftel.
Su sobrina es la también actriz Tara Fitzgerald.

Falleció en julio de 2005 en su casa de Manhattan, tras una larga lucha contra el Alzheimer.

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Supernatural (Victor Halperin, 1933)



Pese a que el cine fantástico y de terror de los años 30 (especialmente el de la Universal) ha sido convenientemente estudiado por los aficionados, todavía quedan figuras ensombrecidas por los refulgentes nombres de los Browning, Whale, etc..., directores injustamente olvidados y condenados al desconocimiento mayoritario de su obra, que permanece en gran parte en una injusta penumbra.
Un caso sangrante de este tipo es el de Victor Halperin, quien junto a su hermano Edward fundó una productora en los años 20 y tiene una notable filmografía. Guionista y productor, además de director, Halperin ha quedado en los anales como firmante de White zombie (La legión de los hombres sin alma), pero cuenta en su haber con otros títulos de interés, así como de otros muchos que permanecen inaccesibles al público cinéfilo.

Producida para la Paramount en el año 1933, Supernatural es una pequeña joya, llena de fuerza lírica, elegancia y estilo, notable muestra de la categoría artística de su director, y uno de los más sentidos y extraños acercamientos al mundo del esoterismo vistos en una pantalla.



La película viene encabezada por tres citas escatológico-religiosas a cargo de Confucio, Mahoma y San Mateo, que nos sitúan ya en el contexto esotérico y mistérico de la narración, pero sin concretarlo en ninguno de los credos religiosos mayoritarios.
Su prólogo nos presenta a Ruth Rogen (Vivianne Osborne), convicta por tres asesinatos por estrangulamiento, mediante un ágil, sincopado y modernista montaje de recortes de prensa, primeros planos, sobreimpresiones y escenas dramáticas en un juicio, con especial énfasis en sus terroríficas y letales manos (un inserto nos las muestra destrozando con saña una taza metálica, metáfora de su maldad y capacidad para matar, que veremos repetirse a lo largo del film) y un tono que no sería entendible fuera de la libertad moral propia del cine de la época pre-code.



El doctor Houston (convincente y ajustado H.B.Warner, secundario de lujo de la época) pretende, ante el alcaide de la prisión donde ella se encuentra, que su cuerpo le sea donado para sus experimentaciones científicas, pues está convencido de que ha obrado poseída por un espíritu ajeno e intenta probar que ciertos criminales ajusticiados obran bajo influjo o dominados por el alma errante de anteriores malhechores, como en el caso que le ocupa.

Seguidamente, el relato nos lleva a conocer a Paul Devian (Alan Dinehart, desconocido pero convincente actor al que encuentro un desconcertante parecido con Laird Cregar en algunos momentos), a quien vemos realizando una mascarilla de escayola a un cadáver en un velatorio (sugerente y bizarra escena que más parece un fantasmagórico y malsano ritual, en apariencia) y de quien pronto sabremos que se trata de un espiritista embaucador, relacionado con el personaje de la asesina Rogen, que pretenderá realizar una de sus mascaradas fraudulentas a costa de la hermana del difunto, Roma Courtnay (Carole Lombard en una dúctil y carismática composición que salta de un impávido hieratismo al tono alucinado y tremendamente expresico de la parte en que está poseída por el espíritu de la otra mujer, en una muestra su inconmensurable talento interpretativo, no sólo en el terreno de la comedia en el que pronto destacaría como estrella), joven y rica heredera, quien acaba de perder a su hermano mellizo, víctima de la estranguladora Rogen, quien no es otro que el cadáver de quien Devian obtenía la mencionada mascarilla.
La presentación del personaje de Devian ya lo connota de manera negativa, destancando su furtiva entrada en el velatorio, entre sombras, con el rostro cubierto y en escorzo, situación que no varía hasta que el personaje regresa a su casa, a su guarida criminal.





A continuación, Roma, junto a sus acompañantes, regresa a la mansión tras el funeral de su hermano (maravillosa escena en la que la Lombard, solemne y enlutada, asciende escaleras arriba, ocultando el rostro tras un velo: casi parece más una novia de luto, que otra cosa), donde la vemos velar su memoria, en su cuarto, en un imposible intento de reificación del difunto hermano, mediante la, en cierto modo también espectral y misteriosa, escucha de su voz, grabada en unos discos domésticos, con el acompañamiento de algunos objetos (las zapatillas traídas por el perro, por ejemplo).

Esta primera parte está narrada por el director de manera pausada y naturalista, sin excesos atmosféricos ni grandilocuencia alguna, procediendo a la presentación de los personajes, con leves incrustaciones de comedia (todo lo referente a la casera borracha del personaje de Devian o al personajes de zafio administrador de la familia, por ejemplo). Los escenarios podrían ser los de cualquier drama familiar o comedia de la Paramount de la época: sobriamente lujosos o discretamente menesterosos, de manera acorde a los personajes.



Tras recibir una carta y trabar contacto con el médium, Roma, junto a su prometido Grant (jovencísimo y efébico Randolph Scott), acude a una cita con él, donde tendrá lugar una presunta aparición desde el más allá de su hermano John, montada, por supuesto, fraudulentamente por Devian. Resulta lograda y simpática la escena de los prepatativos artesalmente mecanicistas de los algo pedestres trucos previos a la mascarada y a la visita de la pareja a la casa de Devian, así como la grandilocuencia litúrgica que éste lleva a cabo en su primer trance fraudulento, ante la anhelante mirada de Roma y el comportamiento escéptico de su novio Grant.

Paralelamente, el doctor Houston realiza sus experimentos radiológicos con el cadáver de la asesina Rogen, en lo que supone una de las escenas más impactantes del film, cuando es interrumpido por la pareja en su laboratorio, ante la bizarra presencia artificialmente animada de la muerta, galvanizada momentáneamente por este mad doctor de la estirpe del Dr. Frankenstein, sufriendo espasmos y ráfagas de aparente vida, que recuerdan subrepticiamente, con soterrada ironía, su ajusticiamiento en la silla eléctrica. Allí, Roma sufrirá un primer intento de invasión por parte del espíritu de la difunta Rogen: la brisa helada que irrumpe en la estancia premoniza la presencia sobrenatural y espectral de la metafisicidad de la asesina muerta, dejando en Roma unas marcas en el cuello que recuerdan el sello vampírico (otro mito del terror muy cercano y presente en el cine fantástico de la época: recordemos que el Drácula de Browning es casi coetáneo).





Finalmente, tras una nueva sesión de espiritismo (que se abre con un majestuoso travelling desde un plano general de la sala hasta el primer plano del rostro del espiritista, mientras declama su protocolaria alocución introductoria), el espíritu de la difunta Rogen se introducirá en el cuerpo de Roma, infligiéndole una notable transformación, magistralmente modulada y transmitida por la matizada interpretación de la Lombard, tras lo cual buscará vengarse del mentalista estrangulándole en la que fuera casa de la Rogen y luego en su yate, en lo que este cree un flirteo seductor, hecho que será evitado in extremis, aunque éste morirá accidentalmente mientras intenta huir de sus perseguidores, ahorcado y colgado tras quedar paralizado y aterrorizado por la risa fantasmal del espectro de la Rogen y el halo gélido que la acompaña; tras todo lo cual el espíritu de la Rogen abandonará el cuerpo de Roma, quien permanece al lado de su amado, con una dichosa vida en común por delante, acompañados y bendecidos por la brisa ultraterrena, trasunto del hermano muerto, que hace mover con suavidad una revista en la mesa.
Este poético final, aunque logra cerrar con acierto la narración, resulta, tal vez, algo moroso y alargado, duplicada la escena de seducción y muerte entre ambos, estancando así, siquiera un poco, el intenso desarrollo de la historia hasta el momento.



En suma, una historia de gente que desea trabar contacto y volver a hablar con sus seres queridos que ya no están, de espíritus errantes que buscan un cuerpo mediante el que llevar a cabo la venganza que les quedó pendiente, de científicos obsesivos que intentan aislar el espíritu criminal extrayéndolo del cuerpo de los muertos, de impostores que juegan con espíritus en los que no creen para acabar fatalmente pagando por ese atrevimiento, donde resulta evidente la toma de postura a favor de la creencia en la sobranaturalidad ultraterrena, no así en la impostura que se sirve arteramente de ella y que el film denuncia, que el personaje del doctor Houston llega a verbalizar de este diáfano modo: “No hay duda que hay vida después de la muerte, lo que es difícil es lograr la comunicación”.

Narrada en algo más de 60 minutos, con gran mimo, inventiva visual y detallismo observador (abundan los insertos y los primeros planos en la sintaxis del film, en un intento de acompañar a cada personaje de un gesto característico e identificatorio, una especie de epíteto visual -el anillo de Devian, la taza estrujada por las manos de la Rogen, los ojos y el ademán de llevarle las manos al cuello de Roma, etc...) Halperin nos va introduciendo en la historia, para echar el resto en las escenas de mayor hálito fantastique, donde la inclusión de lo sobrenatural va acompañada de la búsqueda de una adecuada atmosferidad de raigambre expresionista, deudora del no tan lejano cine silente. Un ejercicio de estilo que comparte estética y preocupaciones con algún cineasta de la época, como Ulmer o el tándem Cooper & Schoedsack y cuya influencia posterior puede rastrearse en otros cineastas malditos como Albert Lewin, sin ir más lejos.



Pese a cierto ingenuismo naif propio de la época, el film mezcla inteligentemente estilos y abunda en detalles destacables por su poder de sugestión y creatividad estética y visual, destacando por el empleo de unos notables efectos especiales, arcaicos sí se quiere dada la fecha de producción, pero tremendamente efectivos. De igual modo, destaca el certero y conciso pulso narrativo del que hace gala y la atención casi fetichista con que se tratan muchos de los objetos que aparecen, siempre con voluntad metaforizante, connotando a los personajes: el anillo que permanentemente manipula el espiritista, portador de un veneno oculto que suministra a sus víctimas, los ingenios mecánicos de la tramoya preparatoria de la primera mascarada, la rima identificatoria del gesto de estrujamiento del vaso por parte de las dos mujeres, tanto en la asesina como en la Roma por ella poseída (estilema que le hace guardar un cierto parentesco con Las manos de Orlac), esa brisa helada que acompaña a la irrupción de la sobrenaturalidad y que obliga a Roma a acariciarse el cuello, el perturbador y amenazante retrato de la difunta Rogen que hay en su apartamento en la parte final (guiño recordatorio al Dorian Gray de Wilde, y también de Albert Lewin, tal vez), la maqueta de barco que se rompe en la tienda, advirtiendo a Grant del lugar donde encontrar al espiritista y a Roma, etc...



Quizás entre la filmografía de Halperin que aún desconocemos haya alguna joya más de este calibre, pero Supernatural ya bastaría, junto a White Zombie, para situarle alto en el escalafón del cine fantástico de los años 30.